Los derechos humanos han ocupado un lugar central en los debates
contemporáneos. Se discuten los alcances de tales prerrogativas
fundamentales, ante quiénes y mediante qué mecanismos pueden exigirse,
quiénes los detentan, quiénes pueden transgredirlos e incluso su
carácter intrínseco. En la actualidad se acepta, de una manera amplia y
generalizada, que los derechos humanos son inherentes a la persona y,
más aún, que derivan precisamente de su condición humana. El enunciado,
como suele formularse, oscila entre lo perogrullesco y lo tautológico.
Conviene recordar que no es un concepto nuevo y que en los dos siglos ya
rebasados que lleva de vida, lo que se ha discutido es justamente qué
personas tienen legítimamente esa condición humana.
La noción de igualdad es un principio básico de los
derechos humanos. Al afirmar que existe una serie de prerrogativas
inherentes a la persona, se aplica precisamente un rasero de igualdad.
Más allá de las diferencias innegables entre los seres humanos –por
rasgos físicos, capacidad intelectual, clase social, nivel educativo,
color de piel, etc.- la cualidad común de disfrutar derechos básicos los
iguala como personas. Tal es el enunciado básico de la formulación
moderna de los derechos humanos que, incluso en ese nivel formal,
teórico, abstracto, no resiste un análisis cuidadoso.
La idea de igualdad ofrece diversas dificultades: sus límites no
siempre son precisos, su definición es polémica y su inclusión en
instrumentos operativos resulta problemática. Por una parte, es claro
que existen múltiples formas de desigualdad social –por raza, etnia,
discapacidad, condición socioeconómica, estatus migratorio, edad, etc.-
que se evidencian al constatar que el principio de universalidad sigue
haciendo eco en las minorías. Además, en cada uno de estos grupos
curiosamente llamados vulnerables, se reproducen las jerarquías de
género; así, las mujeres discapacitadas, migrantes o indígenas resienten
una doble discriminación y se encuentran subordinadas a los hombres de
su comunidad.
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